Por: Daniel Felipe Builes
Era un viernes de enero cuando fui con mi papá y mi abuelo a conocer Sanamá, una vereda de San Carlos, Antioquia, tiempo atr
ás atestada de guerrilla, paramilitares y ejército. No hace más de cuatro años visitamos aquel pequeño asentamiento con casas hasta para cincuenta familias donde mi papá tenía una finca sin trocha, pero ese viernes, diez campesinos desconfiados se asomaban por las ventanas al advertir un carro llegando a ese sitio, el carro de mi papá. Llegamos por la tarde y en la noche comimos cachamas mi abuelo y yo, unos de la quebrada de la vereda rica en agua limpia y fluente, mientras que mi papá bebía aguardiente con unos conocidos de él. Cuando nos fuimos a dormir, Don Gildardo, un ganadero conocido nuestro y de un profundo respeto por mi abuelo, nos invitó a desayunar al día siguiente, así que mi abuelo y yo nos fuimos a dormir para cumplir la cita matutina.
Al otro día al llegar a casa de Don Gildardo, comimos pescado y tomamos limonada hecha por la esposa y su hija, mientras nos compartía historias de cómo han cambiado las situaciones y perspectivas de los habitantes de esa veredita devaluada por el comercio y olvidada por el Estado.
Sanamá queda a más o menos una hora de San Carlos, a cuatro horas de Medellín y camino a San Rafael; al escucharla nombrar, me acuerdo de todos aquellos conocidos que han trabajado para alguno de mis dos padres, quienes han administrado supermercados. Todos mis conocidos de esta vereda son desplazados, y al menos recuerdan un episodio de violencia, robo a sus bienes materiales y vulneración a los derechos humanos.
Mi papá saludó a Don Gildardo, cuando partimos a conocer aquella finca de la que él, tan orgulloso, nos había insistido que conociéramos. Andamos por una carretera descalza, con mucho hueco y lejana a nuestro objetivo; pero eso sí, rica en paisaje y clima, montados en unos mulos rápidos y ariscos. Cuando al fin llegamos a la montañita de mi papá, recuerdo mucho la cabeza de muñeca que vi en el suelo, el puente caído y el pedazo de bolsa que me dijeron no pisara.
Muy pronto encontramos trocha para bajar por la quebrada, un lugar hermoso de agua estancada, cristalina y llena de peces. Mi abuelo no demoró en recordar aquellos días de su juventud en Betulia, Antioquia, cuando nadaba en el Cauca y se cruzaba el río a lo ancho, y yo le seguí, vacilando por el frío, que desapareció al probar el agua tibia de aquel estancado. William, un trabajador de mi papá, nos siguió, y al hundirse encontró, lo que decía él, pequeñas cuevas donde abundaban las cachamas. Tuvo que hundirse tres veces para sacar dos cachamas, la primera vez de reconocimiento, la segunda y tercera cogió dos pescados que nos dio a mi abuelo. Mi abuelo me insistía que tuviera al escurridizo animal con firmeza, y yo lo hacía, hasta que le sentí como movía su boca del dolor que le generaba mi presión. Yo le aflojé y el pecesito se escapó de entre mis manos y nadó hacia el fondo. Me acuerdo la ira que le generó a mi abuelo mi incompetencia, pero no tardó William en encontrar el pez lastimado y sin algo de escamas a los costados.
Nos fuimos de aquel lugar, y al cabo de seis meses mi papá vendió esa finca. Para mí, fue la primera vez que supe apreciar los paisajes, los recursos hídricos y fértiles de nuestra región antioqueña, y me pregunté si algún día, cuando el conflicto cese, ocurra un cambio protagonizado por quienes pensamos a futuro, para explotar la riqueza moderadamente y resguardar lo irreversible antes que sea irreversible.