jueves, 21 de mayo de 2015

Años reducidos en un minuto

 

"Me va a dejar, que yo le hago rico" dijo el hombre rechoncho en una comuna de Medellín, sin un peso en sus bolsillos. Es bajo, de pelo corto con alopecia y con una sonrisa que denotaba timidez y rechazo. Tiene un bigote que revela sus cincuenta y seis años, trabaja en un sauna donde suelen ir aquellos que no han hecho pública su condición homosexual y también otros que ya han salido del llamado clóset.

Todavía recuerda su primera experiencia sexual. Luego de haber tenido sexo en tres ocasiones con prostitutas en sus escasos diecisiete años, recuerda cómo después de la cuarta mujer, un travesti en realidad, fue inducido a un mundo para él nuevo y más atractivo. Discotecas donde el amor del mismo sexo es posible, salas de chat virtuales fáciles de contactar un encuentro casual, citas a ciegas con personas que si hubieran sido vistas en la calle no se sospecharía de su condición homosexual.

Todo esto lo hacía llegar a donde estaba, en una de esas comunas de Medellín donde la vida vale plata, y eso era lo que justamente no tenía en ese momento. Aquel muchacho al que se dirigía podía ser cualquiera, pero no lo era, vivía del sicariato y la prostitución, y la propuesta de aquel hombre, confundiéndolo con otra persona, le parecía repugnante.






miércoles, 20 de mayo de 2015

Lugares invisibles


Por: Daniel Felipe Builes Ospina


Resultado de imagen para botero esculturasNo sabría decir cuál es la problemática social que se vive en el parque Botero, si es culpable su ubicación lindando con Prado centro, o si es un lugar histórico olvidado; y es Prado centro el lugar de destino de Steven Úsuga, quien trabaja en esta zona aledaña al parque de las gordas. 
Todos los días Steven Úsuga se baja en la estación del metro homónima a este lugar, prende un cigarrillo y comienza a caminar ignorando el trayecto que debe continuar. Se olvida de todo, de aquel museo de antioquia donde el talento nacional es contempado, del palacio de la cultura donde hay una librería de la Universidad de Antioquia, de los alrededores llenos de hermosas obras del maestro antioqueño más popular de la historia. A Steven le toca olvidarse de esto por un momento, de estar atento a no ser abordado por alguno de los fleteros de la zona, de todos los rincones del centro como unas rémoras en busca de atracos. 
Antes de Steven llegar al lugar donde labora, mira hacia atrás, como si se le hubiera olvidado algo u omitido algún detalle de ese trayecto invisible recorrido a las siete y media de la mañana de un lunes, desde la estación Parque Berrío del metro de Medellín, hasta la estación Prado de la misma entidad. Ya el cigarrillo en su mano se termino y se desecha, paralelamente como el histórico lugar donde se encuentra, archivado como uno de los sitios de mayor crecimiento cultural y económico de la ciudad y jocosamente como el lugar de una plaga que necesita una cuarentena inmediata.



Acciones atroces se cometen una y otra vez en Parque Berrío. Robos, extorsiones, degradación de los derechos humanos son solo un vídeo pregrabado exhibido una y otra vez en un barrio olvidado, no muy diferente a como fue Five points en Manhattan, donde no importaba la integridad de las personas, ni siquiera a quienes dicen protegernos, es una epidemia de indiferencia propagada por la misma rama judicial. Parece ser, como de costumbre, que el colombiano se permite mantenerse en lugares donde la humanidad valga menos que el contenido del bolsillo, donde se es feliz mientras más ignorancia haya y se imposibilite salir de un mundo de horrores, porque de horrores ya nos tienen acostumbrados.

Las reminiscencias del campeón (Adaptación de "El Oro y la Oscuridad" de Alberto Salcedo Ramos)

Por: Daniel Felipe Builes Ospina


Resultado de imagen para kid pambele el colombianoTodavía me acuerdo de ese negro alto, de mirada penetrante que te acecha al momento en que lo reconoces, Peppermint Frazer, y de cuando combatimos el 28 de octubre del ‘72. Valía la pena intentarlo, y ¿Por qué no?, si ya había vencido los mejores rivales del mundo y era el momento de que el campeón panameño jugara de local y me enseñara de que estaba hecho.

Me acuerdo de cada una de mis peleas como si estuvieran grabadas en las palmas de mis manos, como las líneas que dictaminan el futuro; y de mis rivales, lo recios que parecían hasta que mis devastadores jabs y uppercuts los rozara siquiera, entonces llegaba el momento del grito del locutor ensordeciendo la multitud con mi galante apodo “Kid Pambelé”. Siempre amé la palabra ganador, será por mi pasado duro y mis ganas de sobresalir en una sociedad que me tomara en cuenta, a la que pudiera brindar algo más que una encerada de zapatos o una caja de cigarrillo contrabandeado, y eso pensaba brindarles aquel 28 de octubre de 1972 en el Gimnasio Nuevo Panamá, donde me enfrentaría a Peppermint Frazer.

Cuando el combate empezó, se me viene a la mente todo lo que experimenté más nada de aquello parecido a los nervios, solo hambre de victoria y ganas de asestarle un buen golpe a ese negro alto de buenos movimientos; y cuando llegó el momento, eso hice, le pegué un golpe lo suficientemente duro como para sacarle el protector bucal, cual fue a dar en la lona. La mirada quebrada de Frazer y la confusión que le daba el gateo al que su rival lo había forzado, me decía algo que todos los colombianos incluso hoy recuerdan, ¡Primer campeón mundial de boxeo, Antonio Cervantes, Kid Pambelé!

Y sigo siendo el campeón, Señor Salcedo Ramos, usted que hoy viene a preguntarme en esta cafetería sobre mi vida personal, más bien yo le pregunto a usted, ¿Cuáles platos rotos?, ¿Cuál anillo empeñado?, a mí no me importan nada de esas cosas ni me acuerdo de ninguna de ella, desista de su preguntadera por lo personal, y vanagloriémonos de tener a un símbolo mundial como yo sentado en este negocio tomando tinto, porque al fin y al cabo eso no se ve todos los días.

Pambelé: El humano detrás de la bestia (Adaptación de "El Oro y la Oscuridad" de Alberto Salcedo Ramos)

Por: Daniel Felipe Builes Ospina

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¿Quién iba a pensar que ese costeño moreno, larguirucho y de mirada vacía iba alguna vez a proclamarse campeón mundial en el boxeo?, tal vez todo el mundo que lo vio boxear contra el panameño Peppermint Frazer en el ’72, o tal vez nadie. Y es que las diversas teorías surgían de su condición humilde en un país como Colombia, que antes de él no había tenido reconocimiento alguno en el deporte, arte vista con pocos ojos de esperanza.

Cuando era joven, Antonio Cervantes, antes de recibir su legendario apodo, vendía cigarrillos contrabandeados y enceraba zapatos en los parques de su natal San Basilio de Palenque, y cuando empezó en el deporte del combate, era poco lo que ganaba con un estilo inocuo y frágil, aunque nunca se dudaron de sus ganas, pero estas no le bastaban para tener el reconocimiento que iba a tener años más tarde. Poco a poco, y a medida que fue escalando en el boxeo, mayor reconocimiento se le iba teniendo con el transcurrir de los combates, y cuando llegó su momento a principios de los años ‘80s, comienzan las contradicciones en su vida.

Antonio y Kid son dos personas distintas, uno de los dos es el lado humano de la bestia. Cuando el primero ganaba con imponentes jabs y uppercuts, el segundo jactaba licor y drogas cual el cuerpo le permitía, cuando el uno no cesaba de entrenar y sudaba cada gota del esfuerzo que le exigía ser campeón mundial, el segundo se le encontraba en riñas callejeras después de salir de un prostíbulo. Son los contrastes del campeón, de la imponente bestia morena de la costa colombiana.

Me atrevería a decir que la bestia es Kid Pambelé, más no Antonio Cervantes. Quienes lo conocen recuerdan a la persona humilde, alegre y perfeccionista, aunque por otro lado, Kid Pambelé se mantiene como ese ente en la cabeza de Antonio, que alguna vez fue campeón y no puede dejar atrás. Habría muchos rastros de la triste condición actual del campeón que suponen una debilidad colectiva por la fama y su falta de manejo, y por el afán de los colombianos de encontrar reconocimiento para justificar una vida banal donde los frenos se dejan en la casa.

Cuando el tabaco pudo salvar una vida


Por: Daniel Felipe Builes Ospina



Hace más 36 años que aprendí la brujería de cuenta de un señor en mis tiempo de juventud, y también 36 años que leo el tabaco para las personas que desean saber su futuro, particularidades de su presente o repercusiones de su pasado. Yo soy Marta Velásquez, pitonisa que nació en Chinchiná, Caldas, pero desde los veinte años hace que vivo en Andes.

En Andes, Antioquia, tierra de espiritismo y de gente pujante y montañera, vivo yo, bruja sin malicia ni maldiciones. Es uno de los pueblos de Antioquia, lugar de ocultismo y maldecido por las brujas, en donde viven las tradiciones antiguas y ritos que muchos no entienden, y donde se desenvuelve mi profesión junto con la del cultivador del café, un contraste muy bien visto que caracteriza este lugar.
De las brujas y los duendes se puede decir que todos en el pueblo creen y temen, porque hay un sinnúmero de cómplices de las fechorías del orejudo duende y al menos en cada familia hay un testimonio de alguien al que hizo perder alguna vez en el campo, el que se tomó hace muchos años sin permiso alguno y del que sale solo de vez en cuando si se le viene en gana, así como cuenta Don Pacho, a quien el duende embolató a más de 200 metros del camino de vuelta el día que se fue con un compañero a buscar plátanos maduros y verdes para sembrar.

En mi lance, por otro lado, cada vez fui cogiendo mayor renombre gracias a un acontecimiento particular. Todavía me acuerdo cuando Don Sergio vino y me hizo leerle su tabaco, la cara que puso al ver que su cigarro oscurecía como el carbón, y el miedo que intuyó al oírme recitar las palabras de antesala al rito. Cuando el tabaco se oscurece consecutivamente al encenderse son las envidias de la gente, cuando el tabaco se agrieta y deforma son las traiciones que la gente ha pensado, piensa o querrán hacer, y cuando el tabaco deja aparecer pequeños pedazos de rastrojo son los amores ingratos o no que profesan hacia uno, en el caso de Don Sergio se le manifestaron los tres. Ese sujeto se veía muy asustado, no creía mis palabras y el escepticismo lo dejaba reflejar en su rostro, pero dio el suceso de su muerte en aquel entonces, a manos del amante de su mujer, quien por celos y egoísmo acabo con la vida de tan amable señor, y desde entonces más de uno y hasta yo pensamos que la lectura del tabaco iba más allá de un simple pasatiempo.

Hasta incluso me teme la gente y piensan que quiero hacerles un mal o soy un ser maligno por el hecho de hacer lo que hago, pero mi profesión es una conexión con un mundo que trasciende la carne, y mi rol es solo un conducto entre dos mundos para que las personas que no tienen la capacidad, entiendan más sobre lo que sucede en el otro. Yo por mi lado, llevo 36 años haciendo lo que hago con orgullo, y lo seguiré haciendo desde que exista gente interesada en mi quehacer, osea, desde que siga existiendo el pueblo de Andes, Antioquia.

Paraísos reminiscentes

Por: Daniel Felipe Builes

Era un viernes de enero cuando fui con mi papá y mi abuelo a conocer Sanamá, una vereda de San Carlos, Antioquia, tiempo atr
ás atestada de guerrilla, paramilitares y ejército. No hace más de cuatro años visitamos aquel pequeño asentamiento con casas hasta para cincuenta familias donde mi papá tenía una finca sin trocha, pero ese viernes, diez campesinos desconfiados se asomaban por las ventanas al advertir un carro llegando a ese sitio, el carro de mi papá. Llegamos por la tarde y en la noche comimos cachamas mi abuelo y yo, unos de la quebrada de la vereda rica en agua limpia y fluente, mientras que mi papá bebía aguardiente con unos conocidos de él. Cuando nos fuimos a dormir, Don Gildardo, un ganadero conocido nuestro y de un profundo respeto por mi abuelo, nos invitó a desayunar al día siguiente, así que mi abuelo y yo nos fuimos a dormir para cumplir la cita matutina.

Al otro día al llegar a casa de Don Gildardo, comimos pescado y tomamos limonada hecha por la esposa y su hija, mientras nos compartía historias de cómo han cambiado las situaciones y perspectivas de los habitantes de esa veredita devaluada por el comercio y olvidada por el Estado.
Sanamá queda a más o menos una hora de San Carlos, a cuatro horas de Medellín y camino a San Rafael; al escucharla nombrar, me acuerdo de todos aquellos conocidos que han trabajado para alguno de mis dos padres, quienes han administrado supermercados. Todos mis conocidos de esta vereda son desplazados, y al menos recuerdan un episodio de violencia, robo a sus bienes materiales y vulneración a los derechos humanos.

Mi papá saludó a Don Gildardo, cuando partimos a conocer aquella finca de la que él, tan orgulloso, nos había insistido que conociéramos. Andamos por una carretera descalza, con mucho hueco y lejana a nuestro objetivo; pero eso sí, rica en paisaje y clima, montados en unos mulos rápidos y ariscos. Cuando al fin llegamos a la montañita de mi papá, recuerdo mucho la cabeza de muñeca que vi en el suelo, el puente caído y el pedazo de bolsa que me dijeron no pisara.

Muy pronto encontramos trocha para bajar por la quebrada, un lugar hermoso de agua estancada, cristalina y llena de peces. Mi abuelo no demoró en recordar aquellos días de su juventud en Betulia, Antioquia, cuando nadaba en el Cauca y se cruzaba el río a lo ancho, y yo le seguí, vacilando por el frío, que desapareció al probar el agua tibia de aquel estancado. William, un trabajador de mi papá, nos siguió, y al hundirse encontró, lo que decía él, pequeñas cuevas donde abundaban las cachamas. Tuvo que hundirse tres veces para sacar dos cachamas, la primera vez de reconocimiento, la segunda y tercera cogió dos pescados que nos dio a mi abuelo. Mi abuelo me insistía que tuviera al escurridizo animal con firmeza, y yo lo hacía, hasta que le sentí como movía su boca del dolor que le generaba mi presión. Yo le aflojé y el pecesito se escapó de entre mis manos y nadó hacia el fondo. Me acuerdo la ira que le generó a mi abuelo mi incompetencia, pero no tardó William en encontrar el pez lastimado y sin algo de escamas a los costados.

Nos fuimos de aquel lugar, y al cabo de seis meses mi papá vendió esa finca. Para mí, fue la primera vez que supe apreciar los paisajes, los recursos hídricos y fértiles de nuestra región antioqueña, y me pregunté si algún día, cuando el conflicto cese, ocurra un cambio protagonizado por quienes pensamos a futuro, para explotar la riqueza moderadamente y resguardar lo irreversible antes que sea irreversible.